Una salvación Inesperada

En un país europeo, cierta tarde, muy lluviosa, un maquinista, lleno de fe en Dios, comenzando a accionar una locomotora con el tren repleto de pasajeros para un largo viaje, miró el cielo oscuro y repitió, con sentimiento la oración dominical.

El convoy recorrió leguas y leguas, dentro de una oscuridad densa, cuando en la noche, vio una luz de un farol iluminado, señales que le parecieron formados por la sombra de dos brazos angustiados que le pedían socorro.

Emocionado, hizo parar el tren, de repente, y, seguido por muchos viajeros, corrió por las vías del tren, procurando comprobar si estaban amenazados por algún peligro.

Después de algunos pasos fueron sorprendidos por una gigantesca inundación, que invadió la tierra con violencia, destruyendo el puente que el convoy tenía que atravesar.

El tren fue salvado milagrosamente.

Con infinita alegría el maquinista y los viajeros buscaron a la persona que les proporcionaron el aviso salvador, pero nadie apareció. Intrigados  continuaron en la búsqueda, cuando encontraron en el suelo un murciélago agonizando. El enorme volador batía las alas, en frente del farol, en forma de dos brazos agitados, y caía sobre los engranajes. El maquinista lo retiró con cuidado y cariño, mostrándoles a los pasajeros asombrados y narraba como oraba, ardientemente, invocando la protección de Dios, antes de partir. Él allí mismo, se arrodilló, ante el murciélago que acababa de morir, exclamando en voz alta:

“Padre Nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros Tu reino, sea hecha Tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo: danos hoy el pan nuestro de cada día, perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, porque tuyo es el reino, el poder y la gloria para siempre. Así sea.”

Cuando acabó de orar, una gran quietud reinaba en el paisaje. Todos los pasajeros, creyentes y no creyentes, estaban arrodillados, repitiendo la oración con amoroso respeto. Algunos lloraban de emoción y recogimiento, agradeciendo al Padre Celestial, que les salvara la vida, por intermedio de un animal que infunde tanto miedo a las criaturas humanas. Y hasta la lluvia paró, como si el cielo silencioso estuviera igualmente acompañando la sublime oración.

Meimei. Fuente: O Mensageiro.

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