El regreso del hijo pródigo (3)

Juan José Torres

Como describimos en la parte anterior, el hijo menor regresa totalmente abatido. En el cuadro Rembrandt lo pinta vestido con harapos, con la cabeza afeitada y con los pies doloridos y semidescalzos. Pero también comentábamos el hecho de que se encontrara arrodillado delante de su padre en un gesto de arrepentimiento. Pero, ¿cómo llega a arrodillarse el mismo hijo que en otro tiempo tuvo el coraje de pedir al padre que repartiera sus bienes y le diera su parte? Este camino del regreso es sumamente importante, porque de una forma u otra, todos nos encontramos transitando por él. Veamos pues algunos detalles de ese camino.

El primer paso es el de la concienciación. Debemos concienciarnos de nuestra situación actual para poder caminar a otra superior. En términos psicológicos podríamos definir este paso como el del autoconocimiento.

Pero ese autoconocimiento es un proceso muy largo, y la propia necesidad de autoconocerse implica el haber adquirido la conciencia de que nuestra situación no es la mejor para nosotros. Por eso, ese autoconocimiento no es pleno aún. En el primer proceso de concienciación, lo que percibimos es que hay algo en nosotros que no está bien, valoramos nuestras acciones y las consecuencias de ellas y percibimos que efectivamente nos equivocamos, tomamos elecciones incorrectas.

Viene el momento de lamentar las decisiones tomadas. Incluso podemos caer en un mecanismo infantil de auto-fuga de esas decisiones: -Si pudiera dar marcha atrás no me equivocaría. -Pero afortunadamente no podemos dar marcha atrás. ¿Afortunadamente? Si, afortunadamente. El dar marcha atrás implicaría borrar lo que hicimos y eso anularía la responsabilidad. Es gracias a que hay unas consecuencias de nuestros actos que aprendemos realmente de ellos. Por lo tanto, de nada vale quejarnos de las decisiones tomadas, ellas están ahí y son inamovibles. Pero las consecuencias no lo son, todos podemos con nuestro comportamiento modificar y cambiar esas consecuencias, y si no de forma inmediata, al menos si podemos paliar sus efectos y lo que es más importante, aprender de ellas.

Una segunda postura delante de nuestros errores pasados es el remordimiento. Cuando realmente tomamos conciencia de que no hay marcha atrás, comienza en nosotros un mecanismo psicológico que nos produce malestar, es el arrepentimiento de aquello que hicimos. Arrepentirse es lamentar haberlo hecho, y como lamentamos algo sufrimos por ello. Este proceso es doloroso pero necesario, ya que es la consecuencia de haber tomado conciencia de nuestros errores.

Pero si es cierto que este proceso es necesario, si su duración o intensidad superan unos límites se convierte en algo perjudicial para nosotros. Por lo tanto, delante de un pasado conflictivo nos quedan dos opciones: 1ª- Lamentarnos de lo que hicimos indefinidamente, o 2ª- Trabajar en nuestro interior para no volver a cometer los mismos errores. Antes estas dos opciones es innecesario decir cuál es la más saludable.

Posteriormente surge otro desafío. Generalmente en nuestro comportamiento egoísta delante de la vida, vamos perjudicando a otras personas, creando situaciones difíciles de solucionar, generando desolación y conflictos que, como la vida es sabia, están ahí aguardándonos puesto que son nuestra propia siembra. Surge la necesidad de reparar todo lo que se ha hecho mal.

El proceso evolutivo, tal y como lo propone el espiritismo mediante la reencarnación, nos va situando constantemente delante de lo que nosotros hemos hecho. No es un proceso de castigo y recompensa, sino de siembra y cosecha. Es pues necesario aprender a aceptar aquello que vamos recogiendo con dignidad, sin quejas continuas e innecesarias, ya que no cabe la queja cuando lo que se tiene es lo que se dio. Por lo tanto, en ese camino de vuelta al padre que pinta Jesús, se hace necesario recorrer nuestros pasos en sentido inverso, y devolver a la vida en buenas obras lo que le quitamos con malas acciones, solo así podremos reintegrarnos en él, es decir, ajustar nuestra psicología a lo que nuestra conciencia nos dicta sin remordimientos ni conflictos internos.

Pero este camino no es solo exterior, es además un camino interior de superación constante. Es ahí donde al autoconocimiento de que hablábamos al principio se va acentuando cada vez más en nosotros, y poco a poco vamos descubriendo qué cosas hay en nosotros que limar y depurar y que cosas hay que potenciar. Todos tenemos cosas buenas, pero también todos tenemos cosas que no lo son. El desafío es ese, potenciar unas y superar las otras.

Para esto, es imprescindible la humildad. Solo siendo humilde nos damos cuenta de lo que realmente somos. Desde una posición orgullosa no podemos ver esa parte negativa de nosotros. ¿Cómo ver lo que no es correcto en uno si no creemos que haya algo incorrecto en nosotros? Es como intentar buscar algo donde no está simplemente porque ahí hay unas condiciones que nos agradan más para realizar la búsqueda. Es lo que Rembrandt captó tan bien de la parábola y plasmó en el cuadro. El hijo está arrodillado delante del padre, acomodando su cabeza en su regazo. Es la expresión de la humildad que reconoce la propia pequeñez, que acepta el perdón. Aceptar el perdón es mucho más difícil que ofrecerlo. Saber ser perdonado y aceptar el perdón implica reconocer en toda su magnitud el error cometido y tener una predisposición al cambio.

La parábola de Jesús expresa así el profundo camino de retorno a Dios, es decir, el proceso de emanciparnos de los procesos egoístas y encauzarnos en las líneas de un comportamiento ético y moral, donde el bien colectivo sea nuestra meta, sin descuidar, eso si, nuestra propia vida. Expresa el proceso evolutivo del espíritu desde su libertad de acción, por intermedio de la cual podemos elegir libremente ignorar nuestra conciencia, pero nos habla de las consecuencias de ese acto y de la necesidad de nuestro trabajo por volver al camino correcto. Una verdadera obra maestra dentro de su sencillez.

En la siguiente parte veremos la figura del hijo mayor.

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