El regreso del hijo pródigo (1)



Juan José Torres

En el año 1998 llegó a mis manos un libro titulado: El Regreso del Hijo Pródigo, de un sacerdote católico llamado Henri J.M. Nouwen.

Por aquella época, yo estaba comenzando a dar conferencias públicas en diversos centros espíritas y leer el libro y pensar en una conferencia basada en él fue todo uno. Esta idea me acompañó durante algún tiempo. Pero había un problema: Una conferencia sobre ese libro necesitaba, forzosamente, la proyección de imágenes con la que seguir la conferencia, por lo que el tiempo pasó y fui poco a poco olvidando la idea.

El libro está basado en un cuadro del célebre pintor holandés Rembrandt, con el mismo título que el libro. El autor cuenta su experiencia al observar ese cuadro y las profundas reflexiones éticas y teológicas que la obra despertó en él.

Lógicamente, desde mi visión espírita no concordaba con algunas de las propuestas del libro, como por ejemplo la virtud en el hombre como resultado de la gracia, algo que contradice la propuesta espírita, que la presenta como consecuencia de una adquisición propia por medio del trabajo y la auto-reforma, pero sin lugar a dudas, en un contexto general, el libro me inspiró para elaborar este artículo, que es simplemente la antesala de una posterior conferencia.

Para escribir el artículo me voy a basar en el libro. Seguiré los razonamientos del autor, pero les aplicaré una interpretación espírita, por lo que este artículo no será un resumen del libro ni estará fundamentalmente basado en las ideas de él.

El planteamiento de los diferentes puntos tendrá una visión espírita que en muchas ocasiones será completamente distinta a las que llega el autor original de la obra. Tampoco intentaré mantener una actitud dialéctica en relación a sus ideas, puesto que no es objetivo de este trabajo valorar el libro, sino como dije, basarme en él para hacer algo completamente distinto. Digo esto por hacer honor a la realidad y no atribuirme la idea de realizar una interpretación del cuadro de Rembrandt.

Pues dicho esto, pasamos al núcleo del trabajo.

El cuadro de Rembrandt representa una de las parábolas de Jesús, inserta en el Evangelio de San Lucas, Capítulo 15, versículos del 11 al 32 y dice lo siguiente:

Dijo además: —Un hombre tenía dos hijos.

El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.” Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, habiendo juntado todo, el hijo menor se fue a una región lejana, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.

Cuando lo hubo malgastado todo, vino una gran hambre en aquella región, y él comenzó a pasar necesidad.

Entonces fue y se allegó a uno de los ciudadanos de aquella región, el cual le envió a su campo para apacentar los cerdos.

Y él deseaba saciarse con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba.

Entonces volviendo en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!

Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.”
Se levantó y fue a su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre le vio y tuvo compasión. Corrió y se echó sobre su cuello, y le besó.

El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.”

Pero su padre dijo a sus siervos: “Sacad de inmediato el mejor vestido y vestidle, y poned un anillo en su mano y calzado en sus pies.

Traed el ternero engordado y matadlo. Comamos y regocijémonos, porque este mi hijo estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado.” Y comenzaron a regocijarse.

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino, se acercó a la casa y oyó la música y las danzas.

Después de llamar a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.

Este le dijo: “Tu hermano ha venido, y tu padre ha mandado matar el ternero engordado, por haberle recibido sano y salvo.”

Entonces él se enojó y no quería entrar. Salió, pues, su padre y le rogaba que entrase.

Pero respondiendo él dijo a su padre: “He aquí, tantos años te sirvo, y jamás he desobedecido tu mandamiento; y nunca me has dado un cabrito para regocijarme con mis amigos.

Pero cuando vino éste tu hijo, que ha consumido tus bienes con prostitutas, has matado para él el ternero engordado.”

Entonces su padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas.

Pero era necesario alegrarnos y regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado.”

Veamos el cuadro en cuestión:

La primera reflexión que hace el libro del cuadro, está relacionada con la iluminación.

Si observamos atentamente, percibimos con claridad que el núcleo central del cuadro es la figura del padre recibiendo al hijo que se marchó. En el cuadro, el artista ilumina intensamente esa escena, mientras que el resto de personas que aparecen permanecen en la sombra. Hay, efectivamente una persona que también está iluminada, que es el hermano mayor, que mira desde la distancia al padre y a su hermano.

La propia iluminación de los principales personajes donde se desarrolla la escena, nos invita a la acción. En la vida, generalmente, nos encontramos delante de múltiples circuns-tancias que nos invitan a la acción, a tomar parte, pero en muchas ocasiones nos quedamos mirando, como simples espectadores, como si la cosa no fuera con nosotros.

Esto es muy común cuando abordamos el tema de las cuestiones espirituales, que hacen parte de nuestra propia realización. Todos nosotros, que hemos admitido y comprendido la doctrina espírita, sabemos que ella nos hace una invitación, en primer lugar, a la reforma íntima.

Nos explica que la vida actual es una valiosa oportunidad de aprendizaje y progreso, que en ella encontramos los recursos necesarios y propios para nuestro progreso moral y espiritual, pero que eso no implica que no sea necesario el trabajo, la lucha y el esfuerzo por superarnos. Es más, los recursos que la vida nos pone delante nos enseñan que solo aprovechándolos con coraje y decisión creceremos en nuestras vidas.Pero muchas veces pasamos como simples espectadores.

Dentro del papel de espectador, existen diversas razones en la psicología del ser humano que lo llevan a no comprometerse. Una de ellas es el miedo.
Un compromiso, ya sea a nivel espiritual o material, implica una dedicación y un trabajo, que por supuesto conlleva un gasto de energía y tiempo. Para muchas personas compromiso equivale a pérdida de libertad.

Pero, ¿qué es la libertad? ¿No es acaso la capacidad de poder decidir libre y voluntariamente qué es lo que quiero hacer? Si esto es así, comprometernos libre y voluntariamente a algo no implica en ningún momento pérdida de libertad, sino todo lo contrario. Es gracias a nuestra libertad para elegir que tomamos una decisión que creemos es positiva para nosotros, y planificamos nuestra forma actuar para llegar a los objetivos que nos hemos marcado. Esta es la visión de la libertad basada en la toma de conciencia.

Cuando por no perder la libertad, nos dejamos arrastras por las circunstancias y somos constantes espectadores, no estamos siendo realmente libres, ya que quizás sabemos o queremos hacer algo pero realmente no lo hacemos, ya sea por comodidad, miedo, falta de fuerza de voluntad…

Otra característica que nos lleva a la inacción es la indiferencia. En un mundo donde lo que prima son los valores materialistas, todo lo que no se la lucha por el tener pasa a un segundo plano, y esto en el mejor de los casos, ya que a veces ni siquiera se tiene en cuenta.

Siempre hemos defendido que la mayor y mejor labor que puede el espiritismo ofrecer al ser humano es la educación que brinda. Gracias al espiritismo tomamos conciencia del ser inmortal que somos, de que la finalidad de la vida no es simplemente gozar, pasarlo bien, tener muchas cosas. El espiritismo no nos dice, sino que nos demuestra nuestra naturaleza espiritual y nos alerta en cuanto a la necesidad de una vivencia ético-moral para equilibrar nuestro comportamiento con la finalidad de nuestra vida, única forma de alcanzar la felicidad.

Por último, se podrá considerar que está la actitud de tomar parte en el proceso, pero con una postura de crítica constante.

Es, sin lugar a dudas, una postura comodista, que nos lleva al autoengaño, ya que interiormente nos lleva a pensar que estamos comprometidos, que nuestra acción es concreta, y que tenemos el deber “moral” de apuntar lo que no está correcto en la forma de caminar de los demás.

Es otra forma de ser espectadores, aunque en este caso, no espectadores pasivos, pero al fin y al cabo espectadores, ya que no crecemos, no nos realizamos, pues estamos tan inmersos en lo mal que lo hacen los demás, que descuidamos nuestro propio crecimiento.

Ante esto se nos puede objetar: -Entonces, ¿debemos acatar lo que hacen los demás sin usar una actitud de análisis crítico y racional? -Obviamente esto estaría en contra de la propuesta espírita, y no nos podemos referir a esto. Lo que decimos, es que hay que tener mucho cuidado a la hora de usar ese derecho que todo tenemos, porque muchas veces en estas acciones lo último que hay presente es la crítica constructiva e imparcial. En la mayoría de los casos la presencia de nuestro ego, la actitud infantil de pensar que tenemos un criterio mejor que el resto para evaluar, y la parcialidad desmedida están presentes, y una prueba es que cuando caemos en esto, por lo general, todo lo que vemos en el otro nos parece mal, sin tener la capacidad de ver que quizás lo que no haga bien sea una sola cosa, mientras en otras está actuando correctamente.

Frete a estas cuestiones, solo nos resta preguntarnos: ¿Dónde queremos estar? ¿Somos observadores perennes o los personajes principales del cuadro?

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