La naturaleza humana - El Espíritu como agente de transformación

NUBOR ORLANDO FACURE

Somos un cúmulo de unos 50 billones de células formando tejidos y órganos. Una mirada  en los hepatocitos del hígado, en las isletas del páncreas, en los folículos del ovario, en los músculos del corazón, nos mostrará una arquitectura variada de células de que estamos compuestos. Entre tanto, es en el cerebro que identificaremos en sus neuronas, una variedad mucho mayor de complejidad que la naturaleza creó. Tenemos cerca de 250 tipos diferentes de células en nuestro organismo y más de 200 son desechos de neuronas.

Junto a monos, gorilas y orangutanes, hacemos parte de la clase de los primates contando apenas con 450 genes diferentes del Chimpancé. Inclusive considerando que nuestra capacidad intelectual es espantosamente superior a la de ellos, nuestro comportamiento fue construido de manera increíblemente parecida y los programas para procesar en el cerebro son compatibles para los dos. La diferencia es mayor en la cantidad y calidad, pero no en los fundamentos.

En la trayectoria evolutiva entre el “hombre-mono” y nosotros, fueron producidas modificaciones relevantes, testimoniadas por innúmeros fragmentos fósiles: Contando con un nuevo “design” de la columna vertebral, pasamos a andar erectos; los hombros fueron modelados permitiendo que podamos lanzar una piedra hacia arriba; usando el pulgar y poniendo el índice enfrente aprendimos a construir una pinza; la laringe se preparó para que emitamos el habla articulada; las enzimas digestivas se multiplicaron para que absorbamos otras variedades de alimentos. La transformación más importante, no obstante, ocurrió en el “cerebro ejecutivo”; nuestro lóbulo frontal aumentó de tamaño cuatro veces aumentando nuestros recursos permitiéndonos planificación de futuro.    

El comportamiento animal

No escapaba a los antiguos pensadores que los animales tenían reflejos, sensibilidad, movimiento y emociones. Incluso así, Aristóteles negaba a los animales la existencia del Alma y René Descartes los veía como destituidos de cualquier raciocinio. Ellos actuarían por la disposición de sus órganos.

Ese pensamiento cambió completamente cuando Darwin, nos situó en el “árbol de la vida”. En el “Origen de las especies” componemos una misma descendencia con todos los seres vivos, percibiéndose, así, que todo lo que nosotros somos tiene inicio y fin en lo que ya fuimos.

En las últimas décadas, el estudio del comportamiento animal en su propio ambiente, reveló trazos característicos de aquello que presuntamente imaginábamos que era el privilegio del comportamiento humano. Altruismo, organización social, placer o desplacer, capacidad para mentir, disfrazar o jugar, son vistos en animales tan diferentes como pájaros, guatiní o monos. 

Comportamientos complejos, también, son compartidos por variadas especies: monogamia, infidelidad, formación de tribus, reclutamiento de apoyo social y asesinatos premeditados. Pero, es justamente lo inverso que merece más destaque en este artículo – lo que los animales revelan como instinto de sobrevivencia, agresividad, ataques de furia, fobias, caprichos de personalidad, el abrazo, las expresiones de asco, las disputas de territorio – son también trazos comunes a cualquier ser humano, registrando en nosotros una indiscutible identidad animal.

El papel de los genes

La “filosofía” de los dichos populares ha hecho prejuzgamientos curiosos para interpretar la naturaleza humana, considerando su sumisión, tanto a los factores hereditarios como al poder de transformación del ambiente. Todos nosotros ya escuchamos decir que “hijo pez, pececito es”; “palo que nace torcido muere torcido”. El sentido común puede aceptar esas afirmaciones como verdaderas, aunque experimentos en el campo de la genética y de la psicología comportamental, hayan revelado contradicciones interesantes.
El estudio de los genes y de como ellos se mezclan para transmitir herencias tuvieron inicio con los famosos experimentos de Gregor Mendel. Su trabajo, combinando guisantes, permaneció desconocido durante 20 años cuando fueron descubiertos por Hugo de Vries. Estudioso de la hereditariedad, él también confirmó la existencia de los factores recesivos y  dominantes en las combinaciones genéticas y propuso la existencia de una unidad de transmisión genética que denominó de “pan gene”.  

Más tarde, Thomas Hunt Morgan, profundizó en los detalles de la transmisión de los genes estudiando talentosamente la “mosca de las frutas” (Drosofila). En su famosa “sala de las moscas” él consiguió hacer las combinaciones adecuadas para producir las variaciones genéticas que procuraba. A partir de ahí, la Ciencia humana, pasó a disponer de recursos tecnológicos para manipular los genes mutantes, capacitándose para crear nuevas variantes para viejas especies.

El mayor descubrimiento se debe a Crick y Watson que en 1953 describieron la doble hélice del DNA en el interior de los núcleos de las células. El gen pasó a ser identificado como un fragmento de letras de esa gigantesca cadena de aminoácidos. Y, finalmente, con la cooperación internacional, el material genético del ser humano (33000 genes) fue totalmente descodificado en el proyecto Genoma de 2003.

La curiosidad de muchos, precipitadamente,  ha transformado el gen en la gran panacea científica de los últimos años. La cartografía del ADN nos permitió la identificación de la paternidad que se imaginaba protegida por el anonimato. Enfermedades genéticas pasaron a recibir números de código específico. La masculinidad fue relacionada con el SRY, el gen que programa el testículo. Al mismo tiempo de promesas de cura y rejuvenecimiento con las “células madre” la prensa frecuentemente, con alarde, ofrece noticias del descubrimiento de genes para la felicidad, para la depresión o para la justificación de la superioridad de la inteligencia femenina (conforme la fuente de información).

Los especialistas son enfáticos en decir que el gen no debe ser visto como la causa de esto o de aquello. Él es el mecanismo que nos “predispone” a más o menos inteligencia, actitud deportiva, comportamiento viril, baja estatura u obesidad, cuando los aplicamos en el ambiente adecuado. Los genes crean condiciones para afirmarnos sobre un ambiente propicio. Escoger entre música o matemáticas tiene predisposiciones genéticas. Casarse o divorciarse también. Y todos nosotros sabemos cómo esas decisiones influyen en nuestras vidas y cambian el ambiente donde viviremos. El papel del gen puede ser comprendido, resumidamente, en dos procesos: el gen es capaz de duplicarse en el interior de las células y comanda una “receta” de proteínas realizada por el RNA. En los defectos de esas duplicaciones, ocurridas “al acaso”, es que surgen las variaciones genéticas, llamadas mutaciones, que condicionan el aparecimiento de ajustes morfológicos o funcionales en el organismo de los descendientes. Es el primer paso para llegar a la creación de una nueva especie.

Instinto y aprendizaje

Un determinado comportamiento que no es imitado o aprendido puede, al principio, ser tenido como instintivo. Siendo así, es heredado, y debe tener una representación genética para su transmisión. No siempre a cada comportamiento corresponderá un gen para su expresión, pero probablemente tendremos una colección mayor o menor de genes orquestando ese desempeño. Es lo que ocurre para la araña que teje cuidadosamente o para la “viuda negra” que devora el macho durante la cópula.

En la programación de cualquier comportamiento animal, la densidad tanto del determinismo genético como de la participación del ambiente es compleja, y a veces contradice las interpretaciones apresuradas. Seymour Benzer realizó un experimento virtuoso con Drosófilas. Ellas eran sometidas a un choque eléctrico en los pies seguido de un chorro de aire con substancia maloliente. Él descubrió que con el tiempo, las moscas “aprendieron” a “respirar hondo” cuando recibían el choque eléctrico. Así, las moscas asociaban choques con olores y se protegían del mal olor. Era un condicionamiento de moscas reproduciendo lo que Pavlov hizo con los perros.

Seymour Benzer percibió también que no todas las moscas aprendían ese comportamiento. En las que si lo aprendieron, notó la presencia de 17 genes específicamente ligados al desempeño condicionado: “choque en los pies – llenar los pulmones – evita el mal olor”. Entre los 17 genes están aquellos que Benzer denominó con buen humor: “burro”, “amnésico” y “lisiado”. 
Pavlov atribuyó al córtex cerebral el “reflejo psíquico” que descubrió existir en el condicionamiento. Él se sorprendería con el trabajo de Benzer revelando una programación genética por detrás del aprendizaje que condiciona a los animales; tanto moscas, como perros, y, con certeza, también los humanos.

Es una afirmación fuerte, mas lo que Benzer parece decirnos es que nuestra “capacidad de aprender” es heredada sin esfuerzo. Lo que tenemos que hacer es contar con las oportunidades que el ambiente ofrece y no dejarlas escapar entre los dedos.

Comportamientos complejos como fobias, agresividad, fervor místico, marcas de la personalidad y composición familiar son comprobadamente heredados. Estudios en animales revelaron que mudanzas en el perfil de neurotransmisores cerebrales – genéticamente determinados – conducen a comportamientos contradictorios en el apareamiento y dedicación a la prole. Modelos de laboratorio interesantes fueron estudiados por Tom Insel manipulando conejitos de India. Los aganases del campo son monobásicos, y los padres cuidan de los hijos durante muchas semanas. Los aganases montañeses, por otro lado, son polígamos, las parejas se separan rápidamente y la madre cuida poco tiempo de sus creas. 

Estudios genéticos y bioquímicos mostraron que los aganases de campo contaban con genes que producen receptores para citosina y vasopresina. El primero está presente en áreas límbicas del cerebro ligado a la “memoria social” y la vasopresina a la recompensa. Por otro lado, no contando con esos receptores cerebrales, el aganases montañés no se recuerda con quien se apareó diez minutos antes y no establece vínculo con las crías.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes en las expresiones del comportamiento animal fue hecho por Konrad Lorenz. El resultado que el sacó del experimento y su simplicidad son singulares. Entrando en contacto con gansos que acababan de nacer, percibió que su presencia despertaba en las crías una adherencia filial que él denominó “imprinting”.

Konrad se tornaba la “madre” de gansos recién nacidos en su presencia.
El “imprinting” llama la atención para la importancia de los “eventos iniciales” en los procesos de aprendizaje.

Estudios posteriores demostraron que las oclusiones prolongadas de uno de los ojos de los gatos recién nacidos los privarían de visión para el resto de su vida. Eso es muy evidente para el desarrollo del habla y él aprendizaje de una lengua extranjera. Es conveniente que a los cinco años tengamos dominio adecuado del lenguaje.

El gen y la cultura

La dinámica de la integración de genes y ambientes no puede ser vista de manera dogmática o excluyente. La cultura puede a primera vista parecer sobresalirse al papel de la herencia en la determinación de la actividad  mental. 

Un intelectual moderno puede parecernos disponer de desempeño superior al de los individuos de la sociedad marginal o pueblos “primitivos” de América o de la Polinesia. A principios del siglo XIX Francis Boas convivió con pueblos nativos de Canadá identificando sus hábitos y aptitudes, constatando la misma fisiología y la misma psicología del hombre europeo de la época. La naturaleza de los procesos mentales permanece como herencia, independientemente de la erudición y la cultura. Son los genes quien nos posibilitan acumular conocimiento y es la cultura que estimula el gen para perfeccionar el cerebro.

Aprender significa adquirir nuevos comportamientos. Un programa de rutinas, repitiendo las mismas tareas, refuerza las sinapsis que sedimentan el aprendizaje, y  aprender más, implica en sorprenderse con hechos nuevos.
La discrepancia que los hechos nuevos provocan, estimula genes que transcriben proteínas, que crean nuevas sinapsis, provocando  mudanzas y sedimentando el aprendizaje. Más o menos cultura se traduce en sedes neuronales cada vez más complejas. Es aquí que está nuestra diferencia  con el cerebro del chimpancé. Tenemos billones de sinapsis más que ellos.

La presión del ambiente

Aquí también la crónica popular registra una interpretación anecdótica. Cuando un hijo se sale excepcionalmente bien en sus desafíos acostumbramos oír que “salió al padre”. Cuando es el hijo del vecino al que las noticias del barrio dan destaque al suceso, los méritos son atribuidos “colegios caros” que frecuentó. En el primer caso la inteligencia es heredada del padre, en el segundo la educación hizo la diferencia.

La agresividad, la criminalidad o el mal desempeño escolar acostumbran ser atribuidos al ambiente familiar, al tipo de educación, a la desigualdad social. No en tanto, experimentos y evaluaciones cuidadosas de gemelos e hijos adoptivos desmienten esa interpretación.

Gemelos separados después del nacimiento y criados, sin contacto entre ellos, en ambientes distantes, revelaron después aptitudes y preferencias increíblemente semejantes: el estilo de vida, la elección de la profesión, la ocurrencia de divorcios, el número de hijos, la decoración de la casa, la opción de entretenimientos y pequeñas manías que uno  y otro manifiestan involuntariamente.

La adopción de hijos procedentes de hogares disolutos, inclusive cuando son criados en familias íntegras, nos muestra de manera significativa la dependencia genética del comportamiento antisocial.

Ideas innatas

Algunos comportamientos humanos revelan una aparente complejidad como, por ejemplo, la expresión de asco frente a un alimento que huela mal. Son, sin embargo, instintivos y relacionados directamente con la sobrevivencia, que es nuestro mecanismo de autodefensa más eficiente. Históricamente, algunos filósofos insistían en negar cualquier conocimiento innato o instintivo en el ser humano. Naciendo como una página en blanco, todo comportamiento necesitaba pasar primero por los sentidos para después sedimentarse en la mente.

Por otro lado, Platón, afirmaba que todo conocimiento tenía una existencia previa en el “mundo de las ideas” y, René Descartes, apuntaba la creencia en la existencia de Dios, las nociones matemáticas, la idea de perfección, como “ideas innatas” compartidas por  todos los hombres.

Empíricamente, cualquiera de nosotros que pasó por la experiencia de acompañar el cotidiano crecimiento de los hijos, tiene múltiples oportunidades de sorprenderse con el desempeño de ellos en el habla, en la construcción de las frases, en la creación de situaciones inesperadas, en la elección de los juguetes, en la interpretación de hechos nuevos y principalmente en las preguntas que hacen, revelando un comportamiento que “nace hecho” o una elección que “nadie enseñó”. Como sugiere Steven Pinker, el niño hereda el “instinto” de los mecanismos para procesar y absorber las informaciones, como por ejemplo, el vocabulario del lenguaje materno. En la misma línea de proposición, Noam Chomsky sugiere que todos los niños nacen con una estructura cerebral preparada para la adquisición de las reglas gramaticales, comunes y adecuadas a todas las lenguas.

Creo poder adelantar que las “ideas innatas” están relacionadas a módulos mentales que son sensibles al aprendizaje de determinado contenido – lenguaje, fervor espiritual, altruismo – y especializados en exigencias del ambiente – sobrevivencia, fobia, emparejamiento y reproducción entre otros.

En la “dimensión espiritual”

La Doctrina Espírita añade la “dimensión espiritual” en la construcción de la naturaleza humana resaltando su complejidad.

El cuerpo físico es vestimenta transitoria que da al Espíritu el instrumento necesario para manifestarse en el mundo en que vivimos.

Reencarnando en vidas sucesivas, tenemos oportunidad de renovar experiencias, redimir faltas, revaluar aciertos y errores y proyectarnos compromisos futuros.
Nada ocurre por casualidad, Dios es creador y sus prepuestos orientan nuestros destinos.

Estamos todos incluidos en el proyecto de progreso incesante que nos elevará al nivel de Espíritus Superiores.

El “principio inteligente” con el cual inauguramos la vida recorrió las diversas escalas evolutivas empeñándose en la adquisición de reflejos, de instintos, de automatismo y de racionalidad hasta alcanzar la condición humana que disfrutamos hoy.

La evolución de la mente sugestionó y dirigió las necesidades de la evolución del cuerpo.

La Espiritualidad Superior introdujo las mudanzas necesarias para el éxito del proyecto humano realizando intervenciones en los dos planos de la vida.

Nuestros talentos o aptitudes para el bien o para el mal son fruto de nuestro propio mérito. La perseverancia perfecciona el artista, el estudio construye el genio, la serenidad modela el santo, persistir en el vicio estaciona, perjudicar al prójimo esclaviza a la falta cometida, huir de la lección aplaza la enmienda.

Tanto la apariencia que cada uno presenta, como el ambiente que en la vida nos localiza, son situaciones momentáneas, adecuadas a nuestras necesidades. Un labrador que se agota en la tierra puede estar viviendo la lección de la simplicidad y de la paciencia. Un político público puede estar experimentando el compromiso del poder. Un líder religioso puede estar aprendiendo la perseverancia y la fe. La familia que nos acompaña, con dedicación o con dificultades y exigencias, representan créditos o protección, cuentas a pagar o correcciones a aceptar en nosotros mismos.

Somos expresiones parciales de las múltiples vivencias que ya experimentamos en diferentes existencias. Talentos y deficiencias están frecuentemente inmersos en la ley de olvido transitorio que nos protege.

En la reencarnación, la misericordia divina nos favorece la bendición de recomienzo ignorando un pasado de culpas.

Para la Doctrina Espírita, no cabe cualquier idea de superioridad de raza, de género, de profesión o de prestigio social. Lo que nos vale es el bien que hagamos al prójimo y la transformación para mejor que hayamos hecho.

Cada niño acumula la suma de las personalidades que desenvolvió en el transcurso de milenios y la inocencia de los primeros años es oportunidad de cambiar comportamientos, transformar sentimientos y adquirir nuevos valores.
Padres y hermanos, profesión y matrimonio, fortunas y privilegios son préstamos transitorios que exigirán prestación de cuentas. “La vida nos dará lo que buscamos y nos cobrará lo que recibimos”.

“La genética señala, pero no realiza lo que sea de nuestro compromiso”. En verdad, “somos herederos de nosotros mismos”, es nuestro pasado el que nos representa en el palco de la vida. Ni genes ni apellidos serán pasaportes para librarnos de sentimiento de culpa, de tiempo perdido o de perdón que nos negamos a dar. Nuestras dificultades reflejan nuestras necesidades y con el esfuerzo de hoy es que garantizamos la recompensa de mañana.

La Ciencia oficial todavía no se dio cuenta de la “dimensión espiritual” y de cuanto ella influye en nuestras vidas. Aquellos que enterramos en las últimas despedidas del túmulo permanecen y vivos comparten con nosotros una intimidad que no sospechamos. Nuestra fisiología sensorial no tiene sensibilidad para registrar sus presencias, pero nuestra actividad mental irradia en la misma onda de sintonía. Compartimos con ellos el mismo universo de ondas mentales. 

Vivimos permanentemente como emisores y receptores proyectando y recibiendo todos los pensamientos que vibran con los mismos objetivos que los nuestros. Parientes y amigos, enemigos y adversarios, compañeros en el bien, y comparsas en el crimen se asocian a nuestros propósitos. Sus voces resuenan en nuestros pensamientos, sus sugestiones inducen nuestras elecciones, su protección nos ayuda a superar las dificultades y su perturbación nos retiene en el desespero. 

Comulgamos con los “muertos” más frecuentemente que con los “vivos”. “Vivimos con una nube de testigos”, según dice Pablo (Hebreos 12:12) y somos responsables por esa “sociedad consentida” que nos sustenta para el bien o para la ignorancia.
Traducida del portugués por Pedro Rodríguez

No hay comentarios:

Publicar un comentario